Martica, una huella en el libro de Aprendiendo a crecer
Texto y foto: Roberto Alfonso Lara
-A ella, seguro, no la conocen, bromea la profe Mayelín, mientras la octogenaria señora se desplaza, ligera, entre el auditorio de padres que participan de la conferencia en torno a la inclusión de las personas con discapacidad.
Los saludos y expresiones de afectos, son inevitables.
Termina ese intercambio y ya, junto a los muchachos, una sonrisa emana en su rostro. Sandor se le acerca y, con inusitada confianza, le tira el brazo sobre la espalda, y conversan.
-Martica, tú mi madre; yo tu niño, le dice Sandor con una alegría que lo desborda.
-Tú eres mi vida, le responde ella en tono nostálgico.

Algunos la custodian, mientras desempolva los recuerdos de los casi 25 años que consagró al programa Aprendiendo a crecer, de Cáritas Cienfuegos, orientado a la atención de personas con discapacidad intelectual, la mayoría síndrome de Down (SD).
“Elisa, Pulido, Jorge Raúl, Lázaro, Alberto…”, son los primeros nombres que asaltan su memoria al evocar los inicios del proyecto. “Comenzó con una reunión mensual que planificábamos con los padres, especialistas y colaboradores. Después fue creciendo y sumamos a defectólogos, logopedas, fisiatras”.
A sus 83 años, Martica Muñiz Martorell todavía conserva en su semblante la misma sorpresa de cuando le llamaron para ese trabajo.
“Como soy psicopedagoga, resultó un placer. Lo asumí como si me hicieran un regalo. Trabajar con esos muchachos es lo más hermoso que he recibido”, dijo con voz entrecortada.
“Enseñarlos, llevar a muchos, como a Jorgito, a la autonomía e independencia, instruirlos en cosas que por sobreprotección familiar nunca habían hecho, y verlos progresar hasta lo óptimo, fue algo muy grande.
“La satisfacción de que aprendieran, de sentarnos a la mesa, de merendar juntos y asistir a variadas actividades culturales, dejó una marca en libro de mi vida, sobre todo al tratarse de una labor humana, cristiana, de ayuda al prójimo. Lo mejor que podía sucederme; la cumbre del triunfo”.
Aun en su estatus de jubilada, la devoción que le guardan sus alumnos revive dondequiera que la encuentren. “Nos seguimos queriendo, afirmó Martica. Me ven y es como si fuera algo de ellos. Yo siempre les diré ‘mis muchachos’, estén donde estén.
“No me gusta que les digan niños, aunque a veces su comportamiento lo refleje, comentó. Eso resquebraja su dignidad; ellos son personas. En Aprendiendo a crecer, hallaron un espacio en el que llegamos a instruirlos, de acuerdo con sus potencialidades. Varios han aprendido a leer y a escribir; incluso, en casa, todavía enseño a aquellos que tienen la posibilidad de lograrlo”.
“Todo lo lindo que pueda hacer por mis muchachos se lo dedico al Señor”, confesó Martica. A su alrededor, Sandor y Daniel le esperan, cual escuderos de ese ser que les habla en el más universal de los lenguajes: el amor.