La otra familia de Julita
Texto y foto: Roberto Alfonso Lara
Veinte niños y adolescentes orbitan hoy en la vida de Julia Cabrera Pérez, una anciana de 70 años que, junto a su esposo Domingo, creó en 2008 un taller para atender a muchachos en riesgo de exclusión social, allá en la parroquia de San José, del municipio de Abreus, perteneciente a la Diócesis de Cienfuegos.
Todavía entonces el actual Programa Grupos de Desarrollo Humano (GDH), de Cáritas Cuba, ni siquiera había adoptado ese nombre cuando Julita o Juli, como así prefieren llamarla los pupilos, emprendió el nuevo camino, con la sapiencia de la maestra que se aferra a su alma.
“Siempre me gustó esta profesión, y particularmente el trabajo con los niños. El análisis sobre las difíciles situaciones en la cual vivían muchos de ellos nos llevó a pensar y diseñar un espacio para ayudarlos, y de la mano de Cáritas Cienfuegos surge ‘Un grupo de amigos’.
“En matrícula son 20, pero generalmente asisten más de 25, porque vienen otros que no están registrados y, por supuesto, los acogemos igual. Aquí enseñamos manualidades: ese es el gancho para atraerlos y formarlos en valores, lo cual constituye nuestro principal objetivo. La tarea es más ardua con los pequeños que incorporamos cada curso, pues algunos se muestran violentos y reacios a compartir con los demás”.
Desde el punto de vista social, ¿qué características poseen los beneficiarios del taller?
“La mayoría son niños de padres divorciados, con problemas en la separación, y eso ha influido en el carácter y el comportamiento de los menores. Otros viven con padres alcohólicos o que permanecen presos por asesinato y disímiles delitos”.
¿Cómo lidiar con tales realidades?
“Nuestra labor con los beneficiarios es muy dura. No podemos tratarlos en grupo; requieren ser atendidos individualmente, en aras de poder escucharlos y comprenderlos. Más que uno hablarles, ellos necesitan contarnos sus problemas y que los queramos”.
Aunque al inicio, el taller de GDH de Abreus sesionaba en la parroquia de San José, los padecimientos de salud de Julita, propios de su longevidad, obligaron a buscar soluciones. Cerrarlo nunca fue opción, así que ella misma decidió trasladarlo a su casa.
En los encuentros, ¿de qué manera se incorporan los muchachos a la dinámica familiar?
“Todo fluye, especialmente porque el grupo que tenemos ahora lleva con nosotros un tiempo, y para ellos somos también su familia. Esa es la intención, que no se sientan en la escuela, sino en el calor del hogar. A mí todo el mundo me dice Julita, pero los niños me llaman por Juli, y es Juli para aquí y para allá, y en cualquier parte; incluso, los que ya crecieron, son profesionales y tienen hijos. Una se regocija al saber que la quieren y recuerdan”.
¿Qué pasa por la mente y el corazón de Julita cuando los ve realizados en la vida?
“La emoción resulta grande, porque ahí está nuestro granito de arena. Hace años tuvimos el caso de dos niñas abandonadas por la madre, criadas por la abuela, quien no podía satisfacer las necesidades de las pequeñas, y proclives ambas a un futuro incierto. Ahora, una trabaja como maestra de Secundaria Básica, y la otra es económica. Las dos nos visitan a ratos con sus niños, de quienes somos los padrinos; es la familia”.
¿Hasta qué punto llegan a implicarse en el día a día de los beneficiarios, y en las complejas circunstancias que atraviesan?
“Nos inmiscuimos en muchas cosas: vamos a las casas y hablamos fuerte con los padres cuando observamos que la situación se torna difícil. Por supuesto, existe una confianza creada para eso, que nos permite visitarlos, y llamarlos a contar si algo no va bien. Lo otro es que mi esposo Domingo le cose los zapatos a la gente del barrio, y una de las cosas que realizamos en el taller consiste en remendar el calzado de los muchachos, y enseñarles cómo hacerlo.
“Varios provienen de familias con bajos ingresos, y asistían a los encuentros con los zapatos rotos, y de ahí nació la idea. También cosemos los dobladillos de las sayas, los botones de las camisas; aprovechamos el espacio para todo”.
Tras servir por más de quince años en el Programa GDH, de Cáritas Cienfuegos, Julita acumula experiencias que ha tenido la posibilidad de compartir en eventos nacionales de la institución religiosa. “Son intercambios provechosos, pues conoces de la labor de otras personas del resto del país, percibes que tu realidad no es única, y aprendes mucho”, confesó.
Ya en la vejez, ¿qué significa “Un grupo de amigos” para Julita?
“A través de los años he participado en diversas actividades de la comunidad, y siempre le digo a mi párroco que lo último que dejaré es el trabajo con los niños. Hasta el último día estaré con ellos, porque proporcionan vitalidad y los disfruto en demasía. Soy una persona enferma y mi vida gira en torno al taller. Este servicio me mantiene con deseos de seguir”.
Al paso de tantas estaciones, Julita se ufana de tener otra familia. Tal, asegura, deviene el mayor logro del espacio que ella y Domingo crearon. “Nosotros, por ejemplo, tenemos no sé cuántos ahijados, a partir de que algunos beneficiarios luego asisten a la parroquia, a la catequesis, y al llegar el momento del bautizo, enseguida nos eligen como padrinos.
“Yo, de verdad, debo agradecerle a Cáritas Cienfuegos por la preparación que nos ha dado para el trabajo con los niños y adolescentes en exclusión social, y del mismo modo, por la ayuda que continúan ofreciendo a pesar de la crisis económica que vivimos. Ante cualquier urgencia, siempre tienden su mano”, expresó Julita, mientras se mece en uno de los sillones de la casa, como quien aguarda con ansias el instante feliz en que los planetas (sus pupilos) orbitan a su alrededor, y ella los ilumina.
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Julita es una extraordinaria mujer, la sensibilidad que emana de su corazón nos contagia.La conocí hace algunos años y guardo con amor sus saberes. Dios le bendiga a ella y a toda la hermosa familia que junto a su esposo Domingo ha creado.