El bien que nos reconforta

Por: Josefina Fernández ( Lupe)
Texto y fotos: Cortesía de la testimoniante
Corría el mes de julio de 1997, asistía a la Iglesia Nuestra Señora de la Merced, y nuestro padre, Wilfredo Pino (Willy), hoy Monseñor Willy, me invita a comenzar la labor de Cáritas en la iglesia, que ya daba incipientes pasos con anterioridad, pero aspiraba a consolidar una mayor ayuda a los ancianos y necesitados. El 27 del propio mes comenzamos a caminar en esa senda en la que aún nos encontramos, con más o menos baches y contratiempos, pero firmes en la convicción de que ese era el camino.
Con la ayuda de personas comprometidas de nuestra comunidad fundamos un comedor que al principio era solo para tres personas y se convirtieron en más de 60 asistentes, a los que ofrecimos desayuno todos los domingos, sin faltar ninguno… hasta que llegó el Covid y, peor aún, el reordenamiento.
Más de 23 años, domingo a domingo, con la ayuda de muchos, algunos que ya no están entre nosotros, pero que recordamos con todo cariño. Desde una anciana de 87 años hasta un niño de 8 que continuó hasta los 17. Compromiso verdaderamente asumido por esos fieles a la práctica de la Caridad.
A esos desayunos se sumaba un almuerzo mensual en ocasiones, variando según los recursos, y la entrega de alimentos y aseo, pelado, y otros servicios muy bien recibidos por esas personas necesitadas.
La ayuda de fieles de aquí y del extranjero, de Cáritas Camagüey, y del propio sacerdote, hicieron posible toda esta labor.
Con el nombramiento de Monseñor Willy como Obispo de Guantánamo, es designado el P. Ernesto Pacheco, que también apoyó y nos animó a continuar esta bella y necesaria labor, en tiempos difíciles para los humildes.
Más tarde, la Iglesia pasa a la Orden Mercedaria y llegan los padres mexicanos Marcos y Francisco, quienes asumen igualmente la labor de ayuda a estas personas, que ya había cambiado un poco. A las personas mayores, que era el grupo inicial, se fueron sumando alcohólicos, un mundo diferente; y tuvimos que empezar a llevar el alimento a casa de algunos ancianos que ya no podían desplazarse hasta la Casa Diocesana.
Esta labor, compartida con tantos hermanos en el transcurso de todo este tiempo, me ha servido para crecer en misericordia y caridad hacia los más necesitados, y en ocasiones tomarles cariño a ancianos y ancianas que domingo tras domingo nos visitaron e incluso ayudaron al servicio.
Al llegar el 2020, año difícil para todos, luchamos mucho por sostener el servicio, pero todo se hacía más limitado, sobre todo materialmente. Conseguir la leche en polvo era un acto casi heroico. En una ocasión se acabó la leche que nos suministraba Cáritas, la que a su vez compraba al Cimex. No sabíamos que íbamos a hacer, cuando me entero de que había entrado una leche carísima a la tienda cercana El Encanto. Voy y hablo con el administrador, para que por favor nos vendiera, aunque fuera 8 paquetes, (daban solo 2 por persona); pero se negó rotundamente a pesar de mis explicaciones. A pesar de ello, ni corta ni perezosa fui a la iglesia, busqué al cura, la señora de la limpieza, una monja y nos dirigimos los cuatro a la tienda, cada uno compro los dos paquetes que le tocaban. Más tarde busqué a otras personas que nos acompañaron y pudimos comprar 40 paquetes de leche. Salíamos por diferentes puertas, con miedo a que pensaran que éramos revendedores o acaparadores, pero hubo un momento en que me dice la que chequea al salir, “usted es la señora de la iglesia, qué labor más bonita la de ustedes”… ¡Y yo que pensaba había pasado inadvertida!

Desgraciadamente, esa fue la última leche conseguida, no más pan, no más leche. Llega la pandemia y con ella aumentan las dificultades. Distanciamiento, contagios, reordenamiento, escasez, altos precios. No sabíamos qué hacer. Hasta que, luego de un breve receso, consultamos al p. Martin, párroco en este momento, y decidimos comprar comida hecha en los lugares más baratos. Ya los ancianos habían mermado, muchos fallecidos, otros desaparecieron con la pandemia. Rehicimos nuestro listado, que incluye ancianos encamados, en sillas de ruedas, y aquellos con mayores necesidades. Los visitamos, les llevamos ayuda de alimentos y aseo que los fieles nos llevan un domingo al mes, y la colecta de ese día es para comprar comida que decidimos elaborar en mi casa y, con la ayuda de algunas personas, llevarles para que reciban un almuerzo calentito.
No sé si este sea un testimonio que refleje la verdadera historia de Cáritas en nuestra iglesia, sé que no, hay mil anécdotas e historias que compartimos durante este largo tiempo. Sí, estoy segura de que toda esta labor nos ha enseñado a crecer, a conocer, a agradecer a Dios por la posibilidad de ayudar al necesitado, convivir y compartir con voluntarios igualmente dedicados, y a ser un poco mejores como cristianos y como personas.
Una palabra, una sonrisa, un agradecimiento de cada una de esas personas, son una ganancia para nuestro espíritu.
Agradezco a Monseñor Willy la posibilidad de esta responsabilidad, así como a cada uno de los padres que nos han acompañado, a cada uno de los voluntarios; y a Dios, sobre todo, por iluminarnos ante cada dificultad.
No sé hasta cuando me acompañen las fuerzas para continuar, pero sí estoy segura de que mientras haya un poquito de aliento en mí, continuaré ayudando a mis queridos viejitos y enfermos. Así sea.