Laritza y el premio de vivir
CÁRITAS HABANA
Fotos: Adrián Martínez Cádiz
La Habana, 9 de abril de 2021— Laritza es muy feliz. Las vicisitudes parece que no existen para ella. Ahora no recibe muchas visitas, hay una pandemia fuera y sabe que debe cuidarse. Pero no pierde la oportunidad de sonreír, desde la ventana, a todo el que pasa por la calle principal. Es su forma de agradar, de ganarse el corazón de todos, porque: “¡Soy famosa!”—asegura.

Enseguida que lo dice uno repara en que su rostro resulta familiar: Laritza figura en mucha de la publicidad de bien público que ha puesto la Oficina del Historiador capitalina en diferentes avenidas y calles principales de La Habana. No es para menos. Ella lo consiguió. Se ganó un espacio que le costó meses de aprendizaje, años de formación y esfuerzo extra de sus padres. Laritza es más que su simpatía innata.
“La verdad, yo nunca aspiré a que Laritza consiguiera empleo. Para mí ella era la niña que dependía totalmente de nosotros. Y ahora me dice que es el maletín de su papá y la mochila mía”—confiesa, admirada, la mamá. “Luego llegó Cáritas con su proyecto, donde estuvo por años adiestrándose. Cáritas fue mi alivio. En mis enfermedades, con la niña, con mis dificultades. Fue el comienzo de una aventura mayor. Con ellos Laritza aprendió a hacer sus famosas croquetas, hamburguesas, jugo, pelar fruta. Sus profesores hablaban de sus destrezas para la cocina”.

“Yo ayudo en la casa” —sostiene, interrumpiendo a Ismaela, su madre—. Acto seguido aclara con cara pícara: “¡A veces…! A veces hago el café, el pollo o tortilla. Marlene Mora me enseñó a limpiar y fregar”. Habla con sorprendente intensidad de sus incursiones en el arte, donde se incluyen lecciones de psico-ballet y algunas actuaciones en el centro cultural Bertolt Brech.
Ismaela la observa complacida, como acariciándola, y nos dice: “Soy muy feliz de ser su mamá”.
Hoy su hija tiene 34 años, pero no olvida que, con apenas 18, quedó encantada con un trabajo en la Asociación Cubana de Limitados Físico-Motores (ACLIFIM). Armar cajitas de cartón para las fiestas de cumpleaños llamó su atención. Tenía habilidades manuales, sabía hacerlo, pero fue difícil cuando tuvo que explicarle lo imposible de quedarse allí. Que no aceptaban emplearla.
“Yo creí que iba a estar siempre en Cáritas, hasta el fin o hasta que se pudiera, es entonces que apareció la posibilidad de la Habana Vieja. Este proyecto de inserción laboral para las personas con discapacidad, que por entonces comenzaba en la Oficina del Historiador, vino a cumplir uno de sus mayores sueños: trabajar”— recuerda Ismaela.
Al comienzo, como madre, no estaba segura. El primer encuentro con lo laboral no había resultado bien. Así que se negó rotundamente. Pensó que no recibiría buen trato y encontraba, a cada paso, posibles motivos razonables para negarse a las opciones: en la cocina no, porque había fuego; en la lavandería, cloro y químicos; la Quinta de los Molinos tampoco era el lugar, ya que Lari siempre se mantuvo reticente a ensuciarse las manos. Hasta que al fin se mostró una adulta ante los ojos de la progenitora: “¿Sabes qué? En la casa yo te ayudo a limpiar, ahí puedo hacerlo”.
A Ismaela le tocó confiar. Se sintió más aliviada cuando vio la ternura que le brindaron sus compañeros del convento de Belén. Le enseñaron a tender camas, a limpiar, a acomodar. Laritza habla categóricamente de lo que hace, en el fondo sabe que su trabajo no es más pesado ni más favorecido que ningún otro.
“Trabajo duro todos los días durante seis horas. Limpio, friego, acomodo los muebles, sacudo, pero lo que más me gusta es preparar las mesas. ¡Y me pagan bastante!” —, dice mientras nos regala otra vez su alegría, que no parece tener término.
Ahora extraña su rutina laboral, frenada en los últimos meses por la pandemia. En un día como este se levantaría temprano, vestiría su uniforme y haría sus funciones con la misma ligereza con que ahora busca el café para las visitas. Esa misma destreza que argumenta para asegurar que le encanta bailar casino, y las canciones de Cuba Libre.
Ismaela aprovecha que se ha ido a la cocina para preparar el prometido café y nos declara, casi como en complicidad: “Le hace bien trabajar; para ella esto es lo que significa crecer, y está creciendo ahora. Extraña a sus compañeros, y los menciona nombre por nombre. Es más libre desde que está ahí. Mucha gente no lo entendería. Yo sé. Algunos se asombran cuando digo que está trabajando, y hasta se sorprenden si digo que le pagan por eso”.
Pero ciertamente ni siquiera esto puede empañar la alegría de Laritza. No es algo que guarda solo para sí. Cuando trae la bandeja con las tazas, como adivinando la conversación (quizá la escuchó), nos dice: “Yo quisiera que mis amigos trabajaran. Todos juntos. No importa si bien o mal. Lo importante es que vayan, para que aprendan”. Y corre a enseñarnos sus tres álbumes de fotos, esos en los que reúne la evidencia de que su vida ha transcurrido diferente de la nuestra. Tal vez más feliz. Por instantes más triste. Pero innegablemente suya.
Porque en ella hay espacio para el futuro, porque sueña que puede hacer cosas nuevas. Sonríe, sale, y las hace.
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